viernes, 29 de noviembre de 2013

Tribus

Nadie me hace caso, pero yo sostengo desde hace años que el problema esencial de España, el más dañino y el más difícil de resolver, es el sectarismo.

Para mí al menos, y eso que lo he padecido, es muy difícil explicar lo que es el sectarismo. A falta de un análisis coherente, y como de todos modos quiero escribir hoy sobre el tema, me limitaré a hilvanar ideas y a evocar aquí y allá mi propia experiencia. No es probable que a alguien le sirva de algo, porque el sectarismo nunca ha pasado por el raciocinio, pero supongo que a mí me desahogará hacerlo.

He tratado de encontrar algún rasgo característico comparando, por ejemplo, a los izquierdistas españoles (la secta sin duda más nefasta, por la abundancia y omnipresencia social de sus miembros) con, pongamos por ejemplo, los testigos de Jehová o los seguidores del Hare Krishna. Puede parecer una boutade, pero yo estoy convencido de que algo esencial tienen en común. Y ese algo esencial yo lo resumiria en una palabra: aceptación.

O, mejor todavía: terror al rechazo. Al menos, así lo viví yo, naturalmente sin ser consciente de ello. Igual que para un catalanoparlante es muy difícil entender cómo viven la opresión nacionalista quienes no lo son, para una persona que nunca ha sido de izquierdas es muy difícil imaginar el pavor subliminal al anatema de la disidencia.

Estando todavía en la Facultad, oí por primera vez a un compañero referirse a Federico Jiménez Losantos. Unos energúmenos de Terra Lliure lo habían secuestrado, atado a un árbol, disparado en una rodilla y abandonado a su suerte, pero yo estos detalles los conocí años más tarde. En aquel entonces, sólo supe por boca de mi amigo que habían pegado un tiro en una pierna a un periodista que era "un facha".

Era la palabra fatídica. Había personas, temas, ideas, comportamientos que eran impensables porque lo clasificaban a uno automáticamente como facha. En algún rinconcito de mi subconsciente, una vocecita me decía que pegar un tiro a alguien, siquiera fuese en una pierna, era una barbaridad. Quiero decir, a menos que la violencia fuera en legítima defensa. Pero, en aquel caso, lo que había motivado el disparo en la pierna no era ninguna agresión física, sino las ideas del secuestrado. Hablemos claro, pues: el único facha en aquel episodio había sido el secuestrador.

Como mi amigo se regocijaba mientras me daba la noticia, yo emití también una risa no del todo sincera. ¿Por qué he dicho "no del todo"? Pues porque, en aquel mismo rinconcito de mi subconsciente, había vislumbrado débilmente la lucecita roja del miedo al rechazo. Si yo me atrevía a pensar por mi cuenta y poner en duda la moralidad de aquel proceder, estaba pasándome al bando enemigo, y mis amigos de entonces se convertían automáticamente en enemigos.

Esta intuición, que a primera vista puede parecer paranoica, era absolutamente certera, y el tiempo se encargó de demostrármelo. Ya he contado alguna vez que, a raíz del famoso atentado de las Torres Gemelas, decidí por fin perder el miedo y contestar con indignación a todos los chistecitos de bin Laden que me llegaban por correo electrónico. El resultado fue fulminante. A partir de aquel instante, la inmensa mayoría de mis amistades, que yo había creído 'entrañables', desaparecieron del mapa. ¡Por fin me había revelado yo como lo que era: un facha!

Y lo digo con orgullo, porque para la secta de izquierdas la palabra 'facha' significa únicamente 'disidente'. O, en casos como el mío, 'excomulgado'.

Fueron unos años duros. De repente me descubrí perdido en un país estructurado en tribus, y yo no encajaba ni remotamente en ninguna de ellas. Hasta los anarquistas, que siempre habían gozado de mis mayores simpatías, jugaban a ser de izquierdas. Viviendo como vivía yo en Barcelona, la tribu de los nacionalistas me agradaba tanto como una piedra en un zapato. Expulsado Vidal-Quadras de la vida política, mis simpatías por la mohosa derecha española eran francamente enarrables. Detesto el football desde que era niño, los orfeones y el senderismo me producen ronchas, mi mujer y yo nos acabábamos de separar y todos sus amigos pijos desaparecieron (felizmente) del mapa, y en el páramo casi infinito de la soledad yo vi por fin la Luz: más valía mil veces solo que mal acompañado. Y me fui a México.

Todo esto para explicar que lo que realmente une a una secta no es tanto el sentimiento de tribu como el terror a la excomunión. Hay posiblemente también una sensación de poder, de poder colectivo, algo así como lo que debían de sentir las hordas de Genghis Khan cuando saqueaban los poblados del Cáucaso, y quizá por eso el nazismo, el comunismo y el nacionalismo catalán son tan difícilmente distinguibles en su irracional prepotencia (otro día hablaré del nacionalismo vasco, que es igual que el catalán o el mongol pero con rosario y chapela).

Hace bastantes años hice amistad con un expresidiario. Eusebio, alias "El Pirata". De hecho, conviví con él durante varias semanas. El había vivido lo que no cabría en cincuenta blogs como éste, pero era una excelente persona que si delinquía era, según sus propias palabras, porque "odiaba esta sociedad". Se entiende que se refería a una sociedad que nunca le había dado ninguna oportunidad.

Era una excelente persona, repito. Cariñoso, cumplidor y con una cierta veta de predicador, aunque también demasiado dado a las barras de los bares y a las máquinas de flippers. En una especie de paréntesis de aquella intensa vida suya de ganzúa y maco, se había unido a un grupo de hare krishnas de aquellos que recorrían las calles y repartían sopa con el cráneo afeitado y el mantra perenne entre los labios. "Me molaba aquello de que todos éramos hermanos y todo eso, pero cuando vi de qué iba el tema pasé de ellos, colega", me dijo un día como resumen de su experiencia tras los pasos del maharashi (o del julai) de turno.

Esa y, años después, mis amoríos con alguna que otra adventista del séptimo día han sido mis únicas experiencias con sectas fuera de la Izquierda, y debo decir que tanto El Pirata como las adventistas eran mucho más entrañables y civilizados que los atilas ideológicos de los que estuve rodeado hasta septiembre de 2001.

Sin embargo, hay en todo esto una cuestión que todavía no he resuelto: por qué unas sectas son pacíficas, y otras, beligerantes. Por qué unas necesitan cultivar el odio para sentir amor y otras necesitan exaltar el amor para rehuir el odio. Los seres humanos son mucho más complejos de lo que es posible explicar en un blog. Pero, al menos, esta noche yo me he desahogado.

Creative Commons License
This work is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial-ShareAlike 3.0 Unported License.

No hay comentarios:

 
Turbo Tagger