jueves, 18 de septiembre de 2014

Homo oficinalis

Siempre me ha sorprendido la facilidad con que los seres humanos se adaptan a la vida de oficina. Eso que para mí ha sido siempre una pesadilla, para muchos millones de personas resulta que es, al cabo de unas breves semanas de adaptación, tan navegable como el agua para los peces, y tan confortable como el líquido amniótico para el nasciturus.

Maitines para un ateo

Para ser exactos, la angustia existencial comienza a primera hora de la mañana. Encontrarse en un ascensor con muchas personas más siempre ha sido para mí una experiencia incómoda, tanto más cuantas más plantas lo separan a uno de su destino. Uno sabe que lo habitual, nada más entrar, es dar los buenos días a todo el mundo, aunque sean perfectos desconocidos, pero nunca entenderá por qué en la calle no, y en el ascensor sí. De modo que a veces saludo, a veces espero a que los demás saluden y respondo amablemente, y a veces me amparo en la constatación de que, de cuando en cuando, algún que otro descarriado como yo no cree necesario decir ni mu. Es un alivio sólo relativo, porque allá en el fondo de tu conciencia un diminuto pepito grillo te acusa en el acto de incivismo o algo semejante, y uno no puede evitar sentirse remotamente culpable. Shame on you.

Pero el ascensor es sólo la primera estación del largo viacrucis cotidiano. Después del ascensor hay inevitablemente un pasillo, y allí sí que hay que saludar desenfadadamente a quienes se cruzan contigo, como si uno estuviera en su casa, cuando en realidad uno se sabe en las antípodas. Tras el trance inicial de los saludos y la constatación de que no ha sucedido absolutamente nada en el pasillo desde ayer por la tarde, el pequeño rectángulo de la oficina es un oasis bendito en el que uno, al menos, puede respirar. Y respira.

Du côté de chez Parménide

Pero la dicha –aun siendo una dicha tan relativa- nunca es eterna, y más temprano que tarde uno deberá arremangarse mentalmente y afrontar las tareas pendientes, que son invariablemente fastidiosas y, lo peor de todo, innecesarias. Digámoslo claro: las oficinas en las que yo he trabajado son todas perfectamente prescindibles. No sólo las oficinas. Todos los que trabajan en ellas, incluidos el limpiacristales y el director general, podían haberse quedado en su casa todas las mañanas de su vida, y el mundo habría seguido dando vueltas sin inmutarse.

Pero me han dado de comer durante muchos años, y yo soy sin duda un desagradecido de la peor calaña. Además, tiendo a olvidar que gracias a ellos he hecho viajes exóticos, consistentes básicamente en trasplantar los pasillos, los zafarranchos y los saludos a algún destino remoto que casi nunca he podido disfrutar, unas veces porque el hotel en que nos alojaban estaba lejos de la ciudad, y otras porque había tanto trabajo que apenas quedaba tiempo para visitar iguanas, volcanes, chicas en bikini, viviendas lacustres, o aquellas discotecas lejanas donde todavía se baila agarrado, y bien.

Alfanjes en la cafetería

La prueba de fuego para los alérgicos a la oficinas es la hora del café. Las cafeterías de oficina son la quintaesencia del submundo burocrático. En ellas se habla del tiempo, se pasa lista moral a los ausentes, se airean agravios, se traman confabulaciones, se cuentan las crónicas de los niños o del perro y, a veces, incluso se toma café.

En las cafeterías de oficina he vivido trepidantes horas de aburrimiento y sopor existencial. Con alguna rara excepción. A veces, el paisaje tras las ventanas invitaba a una sensualidad imposible, y a veces la compañía femenina era, en el sentido más amplio, deseable. Cuando yo era muy joven y, por lo tanto, imbécil, he compartido ideas políticas que con los años terminé detestando, y he rebatido con ardor opiniones ajenas a veces sólo por llevar la contraria. En suma, he sido un inconformista bastante conformista, al menos mientras pagaban bien.

Abrojos con antojos

En raras ocasiones he conocido en el trabajo a personas particularmente originales, aunque tan escasas como los tres o cuatro buenos amigos que probablemente leerán estas líneas porque conocen mi pseudónimo. Supongo, en fin de cuentas, que en algún momento de mi vida me metí por un camino equivocado, pero me gustaría saber cuál habría sido el bueno después de haber sido universitario, hippie, escritor, pobre, rico, naturista, programador, trotamundos, pianista, donjuán, bohemio, investigador y funcionario, siempre con resultados deletéreos.

Mi salvación ha sido, supongo, no quedarme siempre en el mismo sitio. Contemplar el descenso de la corriente desde la orilla, mojarme sólo a ratos, cuando no ha habido más remedio, y volver a sentarme en la orilla sabiendo, como bien dijo el filósofo, que nadie se baña dos veces en el mismo río. No es la solución ideal pero, si no lo hubiera hecho así, mi vida habría sido un tremendo, espeso e insoportable atasco.

Mí no comprender

A cambio de todas esas cuitas, tengo en mi repertorio mental una galería de personajes pintorescos con los que algún día, si tuviera una paciencia que no tengo, podría escribir una novela. Por alguna razón, los más antiguos eran los más exóticos.

En Viena, por ejemplo, había un mecanógrafo que había ganado dinero a espuertas en los años 50 trabajando... de mecanógrafo. Había sido torero, había acudido al baile de la Opera conduciendo un Lamborghini y había tenido líos con una bailarina rusa, pero terminó casándose con una austríaca de pueblo que nunca aprendió a hablar español. Él tampoco aprendió nunca el alemán, y para comunicarse entre ellos habían desarrollado una jerga que sólo ellos entendían, mitad alemán, mitad no se sabe qué. Oírlo hablar con ella por teléfono era como oír hablar a un jefe comanche en una película de John Wayne.

Había también un predicador evangelista metido a traductor. Aquel hombre se sabía las Escrituras literalmente de memoria en varias lenguas clásicas, pero no hablaba ni una palabra de inglés, que era para lo que lo habían contratado. Un consejero malintencionado lo convenció para que se inscribiera en las clases de inglés que impartía su propio empleador, pero otro consejero bienintencionado se apiadó de él y lo disuadió.

Lord of the flies

No pocos de los personajes que he tratado en mi trabajo se ajustaban al estereotipo de ‘engreído’. Tal vez para compensar lo anodino de su oscura vida burocrática, o la frustración de no haberse atrevido a forjarse una verdadera carrera como profesional. He conocido también casos de malevolencia patológica y de ingenuidad enternecedora. Jefes vagos, mecanógrafas mandonas, alcohólicos, presuntos espías, analfabetos virtuales dirigiendo importantes departamentos, radicales de izquierdas con sueldos exorbitantes, y hasta affaires secretos, consumados incluso en la misma mesa del despacho. En pocas palabras, la Comedia Humana en suaves tonos de gris.

El lector avispado ya se estará imaginando que ahora mismo estoy escribiendo esto en una pantalla de alguna oficina, aprovechando una mañana en que la carpeta de entrada de mi correo electrónico permanece vacía. El lector avispado no se equivoca, pero el día es espléndido, tengo otras cosas que hacer, y en cualquier momento vendrán a buscarme... para tomar un café.

En la cafetería, naturalmente.


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